Boiler Room. SLURP, GLUG. Esther Gatón
Texto
Sonia Fernández Pan
Crunch crunch crunch
Hace no mucho, al morder con impaciencia una aceituna con hueso, noté un ruido extraño al masticar. Lo extraño no era el ruido —recuerdo haber escuchado ruidos parecidos en mi boca a lo largo de los años— sino la sensación de estar masticando algo que escasos segundos atrás formaba parte de mi cuerpo. Aunque esta extrañeza tampoco era del todo absoluta. Si fui capaz de reconocer cierta familiaridad en aquel sonido, también fui capaz de reconocerla en la textura de aquello que masticaba. Como también encontré familiar el hecho de interrumpir de golpe el movimiento de mi mandíbula para retomarlo nuevamente de manera pausada con el fin de descubrir si, efectivamente, estaba masticando un cacho de mi muela con aquella aceituna. Esta situación me hizo pensar en la transformación de la materia dentro de mi propio organismo. Aquel fragmento minúsculo de diente había dejado de ser parte de mi dentadura pero sin llegar a abandonar mi cuerpo. De manera un tanto perversa, seguía siendo parte de mí. La idea de Bataille que afirma que un beso es el principio del canibalismo empezó a deteriorarse, como mi muela. Comerse partes de uno mismo me pareció una primera forma de antropofagia mucho más literal, si bien involuntaria. Situaciones anodinas como masticar los cachos de dientes que se fracturan, morderse las uñas y las cutículas, lamer la sangre que brota con las heridas para hacerla desaparecer. Hacer que la epidermis se vuelva profunda
—por retomar la idea de otro poeta, esta vez Valéry— al mezclar el exterior y el interior de nuestros cuerpos con gestos aparentemente anodinos y secundarios. Masticar es una de las muchas maneras de eliminar la memoria de las cosas.
—por retomar la idea de otro poeta, esta vez Valéry— al mezclar el exterior y el interior de nuestros cuerpos con gestos aparentemente anodinos y secundarios. Masticar es una de las muchas maneras de eliminar la memoria de las cosas.
Tras tras tras
Dicen que las células de nuestro cuerpo se regeneran continuamente y de una manera tan veloz que podríamos afirmar que la materia constituyente de nuestros cuerpos no es la misma al cabo de varios días. Y aún así, seguimos siendo nosotros mismos. Aunque la regeneración de nuestras células es un descubrimiento relativamente reciente, este dilema filosófico acerca de la identidad de las cosas surgió hace bastantes siglos en la Antigua Grecia. Cuenta la leyenda que existió un barco cuyas piezas se iban sustituyendo paulatinamente a medida que estas se iban estropeando. Al cabo de unos años, llegó un momento en el que su constitución material había sido totalmente modificada pero su apariencia seguía siendo la misma. Era un barco diferente y, al mismo tiempo, seguía siendo el mismo barco. Su materia había cambiado, pero no su forma. En el acto de masticar, por el contrario, es la forma de los alimentos lo que cambia tangiblemente, no su materialidad. ¿Es el sabor a fresa el sabor de las fresas? ¿Es el color metal el color de los metales? Las apariencias no engañan. Simplemente son apariencias. La profundidad habita las superficies.
Clang clang ñiii ñiii clang clang
Tendemos a entender las cosas como el resultado de un proceso y no como un proceso en sí mismas. Nuestra incapacidad para percibir los cambios que se dan en ellas, no significa que estos no se produzcan. Las cosas son procesos materiales que se desarrollan a lo largo del tiempo y del espacio. Aunque tendemos a intercambiar su significado con frecuencia, los objetos no son las cosas. En todo caso, son las diferentes posiciones que adquieren durante dicho proceso. Hay algo incómodo en las cosas, quizás se deba a su resistencia a ser dominadas por el lenguaje. Una cosa puede ser demasiadas cosas a la vez. Una barra de metal no es simplemente una barra de metal. Las piedras no fueron siempre piedras. Un volcán explota y vuelve a convertirse en montaña. Un vidrio de gran tamaño se rompe al ser transportado después de su primera presentación al público en el Museo de Brooklyn en 1926. En la Sonrisa de Venus, de J.G. Ballard, una escultura pública empieza a tener un comportamiento inusual el mismo día de su inauguración. El metal del que está hecha emite un sonido estridente que consigue que el público asistente contemple con asombro —y horror— este despertar inesperado de la materia. A medida que pasan los días, la escultura sigue moviéndose: chilla, se retuerce y se hace más y más grande, duplicando su tamaño. Ante la imposibilidad de control de su expansión, es demolida y vendida a un depósito de chatarra. Sin embargo, meses más tarde, las vigas de algunos edificios empiezan a vibrar y emitir sonidos. El reciclaje de la escultura y su posterior re-utilización en la industria de la construcción han contribuido a su expansión gracias a la aleación con otras materias. Lo que antes había sido un material concreto que daba forma a una escultura es ahora una entidad con vida en expansión, imposible de localizar debido a su continua diseminación. Aquella escultura era una posición posible en la vida de la materia. Pero la sonrisa de Venus no es tan diferente a la de La Mona Lisa, a la del mármol que expulsa los colores del Partenón o a la del metal que se oxida.
Shhh shhhh shhh
Si las cosas tuviesen un lenguaje, ¿cuál sería? ¿Pero por qué esta insistencia en que tengan un lenguaje? ¿en que puedan llegar a comunicarse con nosotros de una manera que nosotros podamos comprender? ¿Acaso no son suficientes las onomatopeyas? ¿No son un intento de crear un lenguaje para las cosas? Nuestro deseo de otorgar voz a aquello que presuntamente no la tiene es tan fuerte que incluso existe una onomatopeya para el silencio. Quizás las onomatopeyas son las únicas palabras que se resisten al discurso. Nos acercan a la materialidad de las cosas, incluso a la de nuestro cuerpo. Dan voz a los latidos del corazón, a los besos, a los aplausos, a las salpicaduras del agua, al quiebre y fractura de los objetos, a las explosiones, a las burbujas. Como también nos acercan a la materialidad de las cosas algunas palabras que las transportan en su sonoridad. Viscosidad es una palabra viscosa. Se arrastra entre los dientes. ¿Podría existir una etimología de la materia? Sin embargo, no es el lenguaje la manera que tienen las cosas de comunicarse con nosotros, aunque existan bacterias que hayan sido capaces de aprender inglés. Como el océano de Solaris, sus formas de contacto son otras. ¿Y si Marte estuviese recubierto de bechamel? ¿Qué nos diría? ¿Slurp, glug, glug, slurp?
Tris tras tris tras… glugú glugú glugú
Al referirse al arte, Alexander Kluge menciona dos tipos de caracteres: el domador y el jardinero. A diferencia del primero, el jardinero es consciente de que algo “puede crecer por sí mismo”. Pero no sólo la frontera entre el cuidado y la dominación es una situación resbaladiza, sino que todo aquello que crece por sí mismo nunca lo hace en solitario sino en compañía de otros elementos, otras vidas, otras cosas. Los jardines, como las ciudades, son espacios ambiguos: estamos dentro, pero también estamos afuera. En una planta dentro de una maceta convergen naturaleza y cultura. El movimiento de las raíces se adapta al espacio que produce la forma de la cerámica. Muchas plantas están adentro pero pertenecen a un afuera. ¿Sienten ellas esta diferencia? Como el arte, los jardines son un artefacto estético vinculado al pensamiento, pero también a formas de conocimiento que aparecen con la práctica material. La téchne tiene su propia episteme. El deseo de preservación de las cosas implica un rechazo al paso del tiempo y a la vida que este produce, transforma y descarta. ¿Y si fuese posible una exposición que admitiese la luz exterior, la lluvia, la noche, el viento, el polvo, los golpes y las roturas, el movimiento de las cosas, la iridiscencia o la desorientación del sentido? ¿Y si todos estos elementos estuviesen contenidos dentro de ella, adhiriéndose a la superficie de las cosas? ¿Podría ser entonces una exposición un sistema biológico que pueda crecer “por sí mismo”? Una exposición como un tercer paisaje, un espacio residual y transitorio fuera del ordenamiento, del poder y de la sumisión. Una exposición con piezas vulnerables a sí mismas, ajenas a la acción deliberada del ser humano. Una exposición como un proceso de acciones externas a ella misma. Un afuera que se manifiesta en un adentro.
*Este texto reúne ideas y aportaciones de Esther Gatón, Mikel Escobales Castro, Gilles Clèment, Stanislaw Lem, Fernándo Domínguez Rubio. También contiene menciones a trabajos anteriores de Esther como Bechamel from Mars o “lub-dub-lub-dub-lub-dub…”.