El tambor de sarga. José Miguel Pereñíguez
Texto
En un escenario cuadrado, accesible desde una pasarela lateral, hay un grupo de músicos y unos pocos actores enmascarados. La obra es muy antigua. Una dama de la corte ha hecho colgar del laurel situado en el centro un tambor, con un trozo de sarga tensado donde tendría que haber un parche de piel. Si el viejo enamorado consigue hacerlo sonar, la dama accederá a visitarlo. Pero el tejido, blando y flácido, no emite sonido alguno.
En otro espacio, un taller en Sevilla, había hace tiempo una pequeña colección de decorados, pequeñas realizaciones destinadas a servir como modelo para dibujos. Eran representaciones que habían de ser de nuevo representadas. Simulacros precariamente ejecutados que, proyectados luego apenas como imagen, falseaban su entidad, su tamaño y su escala. Yo pensaba que había que ampliar el margen de verdad contenido en estos escuálidos fantasmas. Otorgar solidez a lo precario a partir de una inmersión personal, cada vez más intensa, en el hacer de la artesanía y el diseño. Así, convertidos en prototipos de objetos, sujetos a una disponibilidad de uso, por quimérica que esta fuese, mis trabajos se ordenaron desde ese momento en torno a la medida de la sustancia humana y sus necesidades: piezas de mobiliario, herramientas, abalorios o instrumentos musicales.
Era un nuevo juego donde se confundían razones e ilusiones, convertidas en fundamento irónico de mis elementos, de mis hipótesis de cosas. Su definitiva inutilidad no era, sin embargo, meramente estética, pues solucionar problemas simples de manera compleja, someter al material a exigencias a contrapelo de su naturaleza o dejar que caprichos, rigores y accidentes de la lógica definieran su ser, a costa de su correcto desempeño, eran maneras de abordar una indagación en torno a la forma, la función la materia y su perpetua mudanza, revisando ideales y utopías que estaban en el horizonte de cualquier época.
En todo este proceso, la geometría iba adquiriendo poco a poco el peso de una ley.
Era el lenguaje que hablaba el diseño, la manera de someter la operación a un método, el modo de hacerse entender por otros artífices que podían colaborar en la realización de las piezas. De pronto todo estaba modulado, o inscrito en figuras ideales y regulares, o sujeto a proporciones y armonías. Se abría ahí otra vía, que partía de la especulación gráfica para abordar todo un fondo de asuntos humanos: la representación de la figura, de los rasgos que la señalan y que dibujan su ámbito y su destino, el lenguaje, la música… No se trataba, en principio, de dejar a la geometría en su propia y abstracta deriva, sino de emplearla como la forma de mostrar y dar cuenta de todas esas otras realidades, tangibles e impuras.
Toda esta labor de cifra, de traducción, de búsqueda de equivalencias arrojaba al final un balance equívoco. Era, respecto a su referencia, como un espejo cegado por la misma exactitud de su reflejo. Un reflejo perdido, colgado en una sala, buscando a quien corresponder.
Absorto en este trance de ensamblar las piezas, de trazar los diagramas, mi propio cuerpo había perdido de pronto parte de su ser, de su realidad, pues el paso de sus horas solo podía ya medirse en cosas. Ese olvido se mitigó con la oportunidad de trabajar alrededor de otros cuerpos, entregados a la danza, que iban cobrando a mis ojos mayor certidumbre. Los materiales se aliviaron de su peso, las tareas se redujeron: unos pocos cortes, aquí y allá, creaban el volumen que contenía una cabeza, un tórax, una pantorrilla y que, además, acompañaba sus movimientos .De este modo, por vez primera, ese ritual mío, inconstante, casi sonámbulo, que un espectador emboscado podría haber presenciado en el taller de haber prestado atención, se correspondía con otro, grácil, perfectamente acabado y definitivo, que se desarrollaba sobre las tablas de la escena. Pero este otro ritual no dejaba como residuo un objeto. Figura del cambio, al danzante le sobreviene la metamorfosis última en forma de detención y de silencio. Las afecciones de la forma que le cubre y del movimiento que desprende han de quedar fijadas de algún modo, en un registro videográfico o, de nuevo, en un dibujo.
Sobre el escenario cuadrado, el sonido nunca llega. Podría ser ahora mismo o hace varios siglos, el empeño sería igual de inútil. Pero la exactitud de los movimientos de los actuantes se esfuerza en revivirlo, velada tras velada. Es de la misma especie que las demás cosas que llenan estas salas que ahora abrimos al público: igual que la utilidad del instrumento, la cifra del diagrama o mi propio ser. Todo un empeño inquebrantable y todo un eco frustrado.
Como el de un tambor de sarga.
_José Miguel Pereñíguez.